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“Los traidores deben morir”

3 febrero 2019 - 09:44

Capítulo segundo de “Tierra de vencidos”. Por el escritor Raúl Rodríguez

Pulí un trozo de chapa de cinc con la amoladora. Le eché un chorro de ácido limpiador. Esperé a que se secara. Al pasarle un trapo empapado en vinagre quedó brillosa. Recorté un rectángulo usando de molde la base de un taper. Con un hisopo mojado en tinta china fosforescente escribí: Artemio Victus. Detective Privado. Atornillé la placa en el pilar de la luz. Tomé distancia para mirarla de lejos. Era la patente de un vencido. Me dio asco.

Enterado de mi nuevo oficio, Juan, uno de los implicados en el crimen del sindicalista Campos, y excompañero, me dejó, en mi ausencia, un paquete escondido en el gabinete de gas. Había un viejo grabador Marshal AK 47, con un casé TDK, que contiene varios testimonios. En esta primera parte, Juan narra los pormenores de aquella noche de fiesta en la que, “quisieron julepearlo” a Campos.

LADO A

“A estos locos de mis amigos se les había ocurrido celebrar su divorcio con una fiesta de disfraces. Cuando Rómulo vino a invitarme me negué a participar diciéndole que mi ánimo no era el mejor. Había pasado a integrar el ejército de desocupados y no tenía ganas ni de salir a la vereda. Pero al otro día me llamó Simona amenazándome que si no iba no me hablaría nunca más, entonces no me quedó más remedio que ir. No tuve que pensarlo mucho para fabricarme el disfraz. Corté una sábana vieja, le hice dos agujeros para los ojos, y la salpiqué con pintura gris para que le diera un tono de niebla.

El lugar era un barco que el dueño, (pariente de Simona) estaba refaccionado con el fin de convertirlo en un restorán flotante. Pedí un trago en el bar y me fui a sentar en un largo sillón de mimbre con almohadones violetas. Mientras miraba a los invitados que iban llegando, me manijeaba mal y me castigaba peor. Se me amontonaban en el marote una cantidad de imágenes en las que veía a mis compañeros empujando el portón de la fábrica, gritando que se apuraran en abrirlo que se les pasaba la hora de marcar tarjeta. Y la de los gendarmes cagándose de  risa sin bajar las armas.

Al rato Simona, vestida de bruja, nos dio la bienvenida y la música a todo trapo copó el barco. Hice un fondo blanco y decidí probar con otro trago más fuerte que no me hiciera pensar. En eso que  estaba por pararme, el Oso Núñez se sentó a mi lado y me preguntó si yo era yo. Le contesté que sí, que yo era yo. Su King Kong olía a naftalina. Me dijo que ya sabía pero por las dudas. Se zampó un trago profundo de cerveza de la jarra que era del tamaño de un florero, le arrancó un pedazo a un sánguche con un mordiscón de bestia al que le chorreaba mayonesa, y me dijo, medio atragantado, que había visto a Campos. Sobre el pucho me aclaró que le había podido ver la caripela porque el casco de Meteoro lo tenía colgado en un farol. ¿Qué hacemos?, le pregunté. Seguíme, dijo, apurando el paso.

Campos pitaba un canuto cerca del ancla. Sin decirle agua va, el Oso lo levantó del overol antiflama. Sus patas quedaron pedaleando en el aire. La cara se le llenó de un asombro alegre creyendo que era una broma, pero cuando el Oso se sacó su cabeza de gorila, se le cayó la pera y lo primero que dijo fue:

-Osito, perdoname.

Así te quería agarrar, le dijo el Oso, tirándolo contra una bobina de vapor. Estaba tan cagado en las patas, que no se animaba a pararse, había quedado mudo; resbalando por una cadena en declive hasta quedar despatarrado en un manchón de aceite. De un tirón me saqué el disfraz. Al verme se puso a llorar como un pibe con hambre.

-Los traidores deben morir-soltó, el Oso, muy peliculero, con un rugido que en vez el de un gorila gigante y furioso, le salió parecido a un gruñido de una monito recién nacido.

-Muchachos, yo les voy a explicar.

El Oso lo levantó de los pelos y le dio un empujón que lo hizo rebotar contra un rollo de soga marinera y cayó de culo encima de una fuentón de cebo. Sangrando por los codos, se peinaba los pelos chuzos con las manos. El olor a podrido no se soportaba. Miré hacia la pista de baile y como estaban todos parados y no se oía música, me puse el disfraz y le dije al Oso que enseguida pegaba la vuelta, que iba a junar el quilombo. Me encargó que le trajera otro florero y algo para morfar porque los traidores le hacían picar el bagre.

A esta altura, Simona estaba bastante en pedito y eso la hacía más linda. Era para pasar una noche con ella a pura piel en donde se borrara el tiempo. Rompiendo la copa contra el suelo, y a pesar de que la lengua se le trababa, se entendió lo que dijo: ¡bailen, soretes!, y todos continuaron moviéndose con esa apariencia de locura de los poseídos. Agarré el florero y una botella de vodka y encaré para la popa. Un diablo se me apareció de repente. “Estás condenado al infierno”, me dijo. “Hace rato”, le contesté. Al toque supe quién era porque el que decía esas huevadas no podía ser otro que el flaco Rico.

Campos rezaba, arrodillado. El Oso me manoteó la botella de vodka, lo agarró de la nuca y le volcó medio litro de un tirón en la jeta. En un santiamén, se agarró una curda que lo puso en un estado de confesión.

-Miren que son boludos, ustedes. Más vale que yo los rajé. El miedo no es sonso, pone las cosas en su lugar.

Me le fui al humo con ganas de surtirlo a trompadas. El Osó terminó de vaciarle la botella y Campos ya no supo dónde estaba, aunque nos seguía reconociendo. El flaco Rico lo bardeaba desde lejos, haciéndose el piola.

-Ahora siguen sus compañeros-dijo Campos, limpiándose los mocos del alcohol con la palma de la mano-. A esos pelotudos les pedí un sueldo para asegurarles sus puestitos de mierda. Y no saben que los voy a hacer sacar a voleo en el orto.

En la cubierta superior había una serie de tubos cargados de fuegos artificiales que formaban un círculo. Y adentro del círculo, un monigote relleno de estopa, dormía en un ataúd hecho de un tanque; de lo que alguna vez había sido un parrillero. A la medianoche le prenderían fuego y lo tirarían al río.

Fue algo tan inesperado el cambio del Oso que nos desubicó.

-No lo verduguiemos más.

Su cara mostraba una sincera lástima. Lo cargó al hombro y lo llevó a un camarote.

Los invitados salieron bailando en fila india al compás de una cumbia tomados de la cintura. Cuando los anfitriones aparecieron cada uno con una antorcha y comenzaron a prender los fuegos artificiales, salió de los parlantes la marcha nupcial que sonaba a una putísima cargada. El Oso, atento a la distracción, aprovechó para tirar el monigote al río, y vimos con el flaco Rico, que lo empujaba con un remo. El cielo de la noche se llenó de luces de todos los colores, y alguien recordó por micrófono que faltaba pegarle fuego al “muñeco muerto”. Una bengala que no sé de dónde apareció, cayó en el centro del monigote provocando una llamarada que iluminó su recorrido.

-¡Se mueve, el monigote, se mueve!-dijo Simona, a la vez que se echaban culpas con Rómulo, y todos gritaron: ¡se mueve!, ¡se mueve!, doblándose de las carcajadas. Luego ofrecieron una ronda de champán y yo pude ver que el ataúd flotante ya era un puntito luminoso perdiéndose para el lado de la isla.”

Raúl Rodríguez


El autor:

Raúl Rodríguez (1963)  es un escritor nicoleño. En 2013 publicó su libro de cuentos, Tiembla la noche en su Boca. Ese mismo año se hace acreedor del primer premio del concurso literario de la Universidad Nacional de Rosario, con el relato; El Criptógrafo. Al año siguiente la Universidad de Córdoba, le otorga un segundo premio internacional por el cuento; Utopía Rota. En el 2017, la Fundación Dramatúrgica de Mendoza, lo distingue con el Premio Federal, por su obra de teatro; La invención de la Locura. Ha publicado en antologías nacionales y extranjeras. En la actualidad trabaja en la preparación de su segundo libro de cuentos y en la obra de teatro: El Traductor.

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