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El boliche de Mariezcurrena.

12 julio 2020 - 11:02

Con el barro de todas las cosechas.

Sus paredes eran de ladrillo visto. En la puerta principal, ubicada en la ochava, un poste de ñandubay que oficiaba de palenque y a sus espaldas el infinito. En los altos, seis habitaciones están marcadas por ventanas enrejadas con postigos de cedro. En la suite principal, la del matrimonio, un balcón que miraba a calle San Juan. Abajo un salón que alguna vez fue la envidia de las familias del centro con una escalera de veinticuatro escalones de madera.



Juan Tomás Mariezcurrena nació en Beintza-Labaien, en el valle de Basaburua menor. Y marchó con rumbo a la Argentina acompañado de once primos que se desperdigaron por todo el cono sur, algunos fueron con rumbo a Santiago de Chile, otros a Bahía Blanca y  a las poblaciones del sur del país. Juan Tomás se encaminó a San Nicolás. El, adquirió la casa de Nación y San Juan que sería conocida popularmente como “el boliche de Mariezcurrena” que estaba ubicado del otro lado de las vías.



Juan Tomás, tuvo dos hijos: Miguel y José Gerónimo que crecieron en esa emblemática esquina, punto cardinal de braseros y jornaleros de campo que llegaban en los tiempos de las cosechas; dulce resuello del alba para los paisanos lecheros que se tomaban una grapa antes del reparto, o de un polaco que perteneció al Circo de Moscú o de crotos y linyeras que se apeaban de los vagones, de una Babel de almas que llegaban de todos los puntos cardinales.



Las almas que habitaban el salón a lo largo del año estaban iluminadas por la pobreza o por los oficios terrestres de las márgenes. Algunos del centro, con ironía, lo llamaba “El hotel de los inmigrantes” sin imaginar que a esos que llamaba “inmigrantes” eran criollos o hijos de los pueblos originarios. Y sin saber que solo faltaban dos décadas para que San Nicolás se cuadruplicara en población por la radicación de empresas nacionales.  Y los hijos de aquellos criollos levantaran chimeneas y se oscurecerían en los socavones de la industria metalúrgica.



La cancha de bochas en algunos momentos del día se convertía en el epicentro de atención y de competencias que alargaban las discusiones y las rivalidades. Don Miguel Mariezcurrena, se levantaba y antes de matear tiraba setenta y cinco bochazos, al mediodía antes de la siesta; otro tanto Y cerraba el día, antes de cenar, con otra tanda. Fue así que, con templanza y voluntad de vasco, se convirtió en uno de los destacados jugadores de la ciudad.



El boliche de Mariezcurrena quedó en el recuerdo de los que tienen la mirada en el oeste, de los trabajadores de La Emilia y de las peonadas del campo que, en medio de su salón, dejaban el barro de todas las cosechas y en sus vasos encontraban esa magia que solo está reservada a los que tienen el alma de los peregrinos.

Por Javier Tisera.

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