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Efeméride: Nacimiento de Héctor Tizón.

21 octubre 2017 - 08:52

El 21 de octubre de 1929 nació Héctor Tizón, escritor, periodista, abogado y diplomático jujeño. Recibió varios premios importantes por su amplia trayectoria literaria.

Héctor Tizón nació el 21 de octubre de 1929 en Yala, en la provincia de Jujuy, Argentina. Licenciado en Derecho, fue ministro, diplomático y juez del Tribunal Supremo jujeño, y vivió en México, París, Milán y Madrid, si bien siempre volvió a Jujuy.

En 1949 se radicó en La Plata. Diplomado en Derecho en el año 1953, inició en 1958 su carrera diplomática. Fue agregado cultural en México, donde se vinculó con los escritores Juan Rulfo, Ernesto Cardenal, Ezequiel Martínez Estrada, Augusto Monterroso y Tomás Segovia, y cónsul en Milán.

Publicó sus primeros cuentos en el periódico El Intransigente, y llegó a dirigir el diario Proclama, antes de tener que exiliarse a España por razones políticas (el golpe militar que inició el Proceso de Reorganización Nacional en Argentina), donde trabajó en diversas editoriales y medios.

 

Afiliado a la Unión Cívica Radical, representó como convencional a su provincia en la Convención Nacional que reunida en Santa Fe sancionó la reforma constitucional de 1994 integrando el bloque radical presidido por Raúl Alfonsín. A mediados de la década de 1990, a instancias de la minoría radical, la legislatura jujeña lo designa Juez del Superior Tribunal de Justicia, como Juez Decano, y vicepresidente del cuerpo.

Viajó largamente por el mundo; como embajador de 1958 a 1962, como exiliado de 1976 a 1982, pero «su lugar en el mundo», al que volvía una y otra vez, fue Yala, provincia de Jujuy, donde se radicó tempranamente cuando su padre fue nombrado jefe de la estación local.

Su primer libro fue publicado en México en 1960, A un costado de los rieles. Parte de su obra, siempre fiel a sus raíces y su lugar de origen con sus mitos e historias, ha sido traducida al francés, inglés, ruso, polaco, alemán y serbocroata. Su obra ha sido distinguida con varios premios,​ incluyendo el «Konex de Brillante», así como con los de «Consagración Nacional», Academia de Letras, «Gran Premio de Honor» de la Sociedad Argentina de Escritores, y del Fondo Nacional de las Artes.

Cultivó varios géneros narrativos: novela (Fuego en Casabindo, 1969; El hombre que llegó a un pueblo, 1988; La mujer de Strasser, 1997; etc.), cuento (El jactancioso y la bella, 1972; El traidor venerado, 1978; El gallo blanco, 1992), literatura juvenil (El viaje, 1988), y también se acercó al ensayo (Tierras de frontera, 2000).

Han dicho refiriéndose a la obra de Tizón: «El paisaje no es el marco que encuadra la historia o los personajes; el paisaje es la historia misma, porque así como el personaje engendra el paisaje, en un movimiento de endogénesis, también los personajes y sus historias sólo pueden ser concebidos en ese paisaje».

Si bien en la obra de Tizón existen situaciones que se dan en lugares puntuales como la Puna de Atacama, las historias que en sus textos se cuentan exceden cualquier regionalismo y folclore, centrándose más bien en los problemas universales del hombre, esto es, la vida, la muerte, el amor, el sentido de la amistad, el odio, etcétera.

Falleció en San Salavdor de Jujuy en el año 2012.

Ciego en la resolana – Cuento de Héctor Tizón

Ahora está el ciego otra vez sentado al sol al promediar la mañana. De él se dice que no siempre fue ciego y era fama también que, al no alternar sus ojos las sombras y la luz, dormía menos que un pájaro. Cualquiera que subiese al viejo y abandonado campanario de la iglesia podría contemplarlo allí, en medio del parque que rodea la casa. En eso consistía, precisamente, el gran desquite de su cónyuge, mujer obesa y rubia, de blancura impresionante, en cuyos brazos bailoteaban innumerables pulseras. Ella, canturreando muy quedo un aria en su lengua materna, empujaba la silla rodante del ciego hasta detenerla en un lugar no muy distante, donde crecían unos mimbres agobiados por plantas trepadoras. Así quedaba el ciego, aislado, en la suave y luminosa resolana, mudo, aterrorizado por las serpientes que pudieran deslizarse en el jardín; temor subyacente aun en los instantes en que ella, asomada al gran ventanal y ensayando unos gorgoritos alentadores lo azuzaba para que cantase la dulce tonada que él nunca llegó a saber cuándo había aprendido.
Enseguida del almuerzo el ciego volvía a su mecedora, en la galería, aguardando la llegada del otro, cuando su mujer se ocultaba en la interminable pausa de la siesta. Allí no hacía más que esperar alguna señal, sin que se le escapara el mínimo ruido porque todo el poder de sus ojos se había trasladado a sus oídos. Luego armaba cuidadosamente el ingenioso aparato que reproducía el vaivén de su cuerpo en la silla: una piedra de peso adecuado puesta en el extremo del arco de la mecedora y en el otro una cuerda elástica amarrada a una estaca entre los trípodes de los innumerables maceteros, que se ocupaba en disimular. Con tal mecanismo la mecedora no interrumpía su balanceo cuando él se incorporaba cautelosamente para pegar su mejilla contra la puerta de la habitación. Entonces transcurrían momentos tensos para el ciego —horas, a veces—, tiempo controlado por él mismo con su vieja maestría para calcularlo, de acuerdo al ritmo de sus pulsaciones (seiscientas pulsaciones divididas en grupos de veinte). Era testigo así de jadeos, voces ahogadas, quejidos, pequeñas risas silenciadas de pronto por inaudibles advertencias; a veces, por ciertos estrépitos sofocados, parecían rodar cuerpos en el suelo; o surgía el silencio y sólo se escuchaba el crepitar del reseco maderamen de la mecedora en la galería, moviéndose, vacía, en perpetuo vaivén. Pero cuando eso ocurría ya el ciego estaba impaciente, y sintiendo el frío del picaporte en sus mejillas mojadas por las lágrimas gritaba dando feroces golpes en la puerta. Desde el interior la mujer gorda trataba de calmarlo, gritando a su vez con voz dulce:
—¿Qué pasa? ¡Ya voy, chiquitín!
Al oírla, el ciego cesaba de golpear y rápidamente regresaba a su mecedora, desanudaba el cordón elástico, ocultaba la piedra y permanecía en espera, distraídamente, con la mirada de sus ojos hueros en dirección de las montañas.

 

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