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Quinto capítulo de “Tierra de vencidos”

24 febrero 2019 - 09:07

Relatos del escritor nicoleño, Raúl Rodriguez: “Cara de hereje”

Rescaté del galpón mi bicicleta de reparto. Tuve que sacarle una cubierta de Fitito tajeada. Un atado de caños rotos cubierto de telarañas. Una montaña de tachos de plásticos de pintura vacíos. Entre tantas cosas que uno acumula descubrí que una rubia pechugona vestida de monja me guiñaba un ojo desde un almanaque de taller mecánico. Fuera de los rayones por el uso de diecisiete años de pedalearla, se notaba impecable. Sentí no sé qué rara nostalgia. La limpié con desengrasante, inflé las ruedas, y le eché bastante aceite a la cadena y el piñón. Quedó hecha una nave callejera. Guardé mi orgullo ahí donde por lo general se dice que no llega la luz del sol, y me vi llamando a la casa de Gerardo. Agarrado a las rejas del tapial, tragando saliva de la bronca, esperé mirando que la chimenea volcaba sobre el techo un olor a fritura rancia que desataba las tripas.

 

-Entonces cuando estás en medio de la gente pegá el grito-dijo Gerardo, calzando la canasta de mimbre en el portapaquete.  El pucho humeante pegado en un costado de la boca.

-¿Y qué grito?

Atenazó la colilla entre los dedos, le dio la última chupada por las dudas que quedara alguna hebra de tabaco sin quemar; y diciendo “No” con la cabeza, clavó sus fusiladores  ojos en los míos. El enojo le arrugaba la frente.

-¡Churros! ¿Qué vas a gritar? ¡Vendo aviones!

-Ajá. ¡Churros!

-Te doy tres docenas. Para probar dijo mi abuela.

No le festejé ese chiste gastado. Pedorro. Bajé la bicicleta a la calle y, usando de escalón el cordón de la vereda, me acomodé en el asiento para pedalear. Los resortes chillaron.

-Che, ¿y si no vendo ni uno?

 

Lo dejé hablando solo y arranqué. Me conformaba con pensar que es cierto aquello de que para el hambre no hay pan duro y que la miseria tiene cara de hereje. Doblé en la primera esquina en contramano, siguiendo la tradición que tenemos de hacer de todas las calles avenidas. Un flete que iba cargado de listones de yeso me pasó zumbando. El fletero me puteó con respeto, alcancé a oír. ¿Viste que ahora te putean con respeto? A las tres cuadras sentí un tirón en las piernas. Conociéndome, estaba seguro que era el anuncio de un calambre. Igual seguí, apoyando con más firmeza los pies en los pedales. No hubo caso. Empecé a sentir que el tirón se volvía una especie de quemazón que me contraía los músculos. Salté de la bici apretando el manubrio y me senté en un banco de la plaza a esperar que se me pasara. Cerca de ahí se escuchaban bombas de estruendo. Podía ver la nube de humo bailando en el aire. Y una batucada que al parecer empezaban recién a darle al parche. Me dije que esta era mi oportunidad de hacerme de unos buenos pesos. Así que me friccioné las piernas sobre el pantalón, renové el oxígeno de mis pulmones y me mandé para allá. ¿Che, qué loco dijo torean Pancho es señal que pedaleamos? En la esquina de Echeverría y Nación habían instalado una grúa industrial. Un grupo de ingenieros, (supe que eran ingenieros aplicando el método deductivo del Manual: llevaban cascos blancos) le tomaban fotos con sus celulares. En la larga pluma había algo colgado. Iba y venía. Iba y venía. Para mí que era un ahorcado. Estacioné la bici en la tintorería sosteniéndola con el caballete. Me calcé la pechera en donde figuraban los precios y grité, “churros”. En realidad el grito no fue mejor que un cuchicheo de telo, en vez al de un vendedor ambulante. Yo que al enterarme me había burlado del Oso.

 

Una manifestación de jubilados venía del lado de las vías. Claro que me ahorré de aplicar el ya citado método porque las pancartas te escupían en la cara: SOMOS JUBILADOS. NO Al AJUSTE Y LOS TARIFAZOS. Avanzaban despacio hacia Savio y a mitad de cuadra la manifestación se paró. Dejaron de tirar bombas y la batucada cayó en un silencio inquietante. La gente hablaba y hablaba y hablaba y yo no la escuchaba. Y así de sopetón veo una antorcha, y veo otra antorcha, y veo otra antorcha, y se abre una cuña en el gentío y entonces aparece Lucero haciendo sus locuras artísticas. Rueda en una tumba carnero y las agarra una por una, y nadie la aplaude, repite la fantasía agregándole esta vez otras antorchas que van dibujando un círculo de fuego y tirándose en el asfalto las va apagando con la boca. Se paró dando un salto muy elástico y saludó tirando besos para acá y otros para ya. Me arrimé a saludarla.

-Sos una artista impresionante-le dije, viendo que la manifestación retomaba la marcha.

-¡Holaaaa! Tengo algo para vos-me dijo, quitándose la nariz de payaso.

-Yo también-le dije, envolviendo un churro en una servilleta de papel-. Servite.

-Ah, qué rico-a los bocaditos los saboreaba despacio, con ganas.

Se acuclilló a buscar algo en la mochila. Registró cada uno de los bolsillos, los ató con la correa, metió la mano dentro de la mochila y sacó una peluca de paja, un cornetín de circo, un sombrero puntiagudo de bruja, y un montón de chucherías.

-Acá está. Tomá. Y gracias. ¿Puedo?-preguntó señalando el canasto.

-Los que quiera. Estos churros son de promoción. Así que dale, nomás.

Desaté el nudo del pañuelo. Tenía olor a naranja. Había un manojito de monedas pegado con cinta adhesiva.

-¿Y esto?

-Lo que me prestaste.

A riesgo de parecer sensiblero, confieso que me pateó el corazón.

-No hace falta. Entre crotos nos vamos andar pateando los tarros-le dije, metiendo el manojito y el pañuelo en un bolsillo de la mochila.

-Ah, no, no. A las deudas hay que pagarlas.

Me hablaba mirado hacia el lado del centro. La manifestación de los jubilados se encontraba a varias cuadras de nosotros. Que por ahí yo tenga menos luces que un apagón no quiere decir que cada muerte de obispo se me prenda una lamparita.

-Ya sé. Repartí estos churros diciendo que son de “La Churrería Artemio”, y estamos a mano. ¿Querés?

Antes de contestarme hizo lo siguiente.

Se cargó en la espalda las antorchas. Por primera vez dejó que el pelo le cayera sobre los hombros. Un mechón le rayaba la frente. Se limpió una parte del maquillaje. Mordió otro churro, limpiándose el azúcar de la boca.

-Joya, mató…Andá a verme a la costanera-dijo y salió corriendo llevándose los churros.

 

Gerardo había salido y eso me evitaba dar explicaciones. A modo de pago le dejé la bicicleta en el jardín. Caminé algunos pasos y me volví. En la libreta de las cuentas anoté: “Renuncio.”

 

Raúl Rodríguez

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