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Mi madre del quirófano.

18 octubre 2020 - 13:13

Gustavo Emilio Ng Lorenzo describe puntillosamente a su mamá, una trabajadora que amaba su profesión y que dejó un valioso legado a sus hijos.

Gustavo Emilio Ng Lorenzo

— Empezamos a vivir cuando se juntan, dentro de nuestra madre, la semilla de ella con la semilla de nuestro padre. También empezamos a vivir el día que nuestra madre nos da a luz. Festejamos los cumpleaños porque creemos que ese fue el único de nuestro nacimiento, pero cada mañana volvemos a nacer. Cada mañana que no nos encuentran muertos en nuestra cama, eso es porque volvemos a nacer.

Estas cosas me decía mi abuela, cuando yo iba a estar con ella en la cocina y charlábamos solos, mientras ella cocinaba las papas fritas.

Si no hubiera sido pobre y en vez de estar en aquella cocina, hubiera estado dando clases de filosofía en una universidad, adónde no habría llegado.

El sueño de su hija, mi madre, fue ser médica. Desde el lugar social del que partió, una casa muy modesta junto al Arroyo del Medio, no pudo cumplirlo.

Pero consiguió estudiar y recibirse en la Cruz Roja de Rosario como enfermera instrumentadora, que son las que asisten a los cirujanos en las operaciones. Durante tres años, viajó cuatro veces por semana a Rosario, que en esa época no quedaba cerca, para obtener el título y comenzar a trabajar en lo que amaba. De allí en más, la pasó de cirugía en cirugía, que era lo que más le gustaba de la Medicina.



En realidad, le apasionaba. Era una madre muy atípica en los años 60. En esa época no había lugar para rebelarse contra las obligaciones que imponía la condición de madre, pero su vocación por lo que hacía era tan intensa, que si no lo hubiera hecho, su espíritu se habría apagado.

En nuestra casa se armó un esquema de familias acopladas que permitió alivianarle su tarea de criar hijos y servir al esposo.

Vivíamos en Alem 121 (tan fijamente aprendí la dirección a los tres años, por si me perdía, que la sigo recordando, mucho después de que la casa haya sido demolida). Era una casa tan grande que con los años pudo ser convertida en colegio. Mi hermana, que es la Reina de la Nostalgia y el Patriotismo, fue a ese colegio, y tomó clases en la misma habitación adonde había dormido cuando era chuiquitita.

Mi madre trabajaba muchas horas por día, y a veces tenía que salir corriendo por una operación de urgencia. Muchas veces llegaba, luego de una operación, cuando estábamos cenando. Llegaba con una ropa recién puesta, con la que había salido a la mañana y que había dejado en el vestuario de la clínica mientras usaba su uniforme de enfermera.



Al llegar a nuestra casa, no iba hasta su habitación para cambiarse, lavarse y ponerse ropa de entrecasa. Conservaba la persona que había sido en su trabajo. Allí ya se había lavado y cambiado.

Se comportaba como una visitante, una persona que pertenecía a otro ámbito. Nuestra casa le resultaba un lugar ajeno. Mi padre o mi tía le servían comida en el plato vacío dispuesto para ella. Ella dejaba la cartera sobre una silla y se sentaba a comer. A veces no se quitaba la campera que traía de la calle.

Sobre todo, estaba envuelta en un aire de dicha luminosa, como si estuviera adentro de una burbuja. La casa se hacía más taciturna, con sus altísimos techos, su humedad y su penumbra.

Se sentaba y antes de empezar a comer, se ponía a relatar las operaciones en las que había participado. Las contaba cómo se cuenta una película atrapante, en la que uno se siente parte de lo que sucede, identificándose con el protagonista, asustándose, alegrándose, comprendiendo. Contaba las operaciones como aventuras tan excitantes que uno no quería vivir otra cosa. Creo que si me pusiera a escribir algunos de sus relatos, recordaría cada detalle. El del hombre al que operaron del corazón durante cuatro horas y que hizo un infarto con la última puntada de la costura, y entonces el cirujano decidió volver a abrirlo entero y masajearle el corazón con la mano. El de la mujer tan gorda que tuvieron que sacarle 50 kilos de grasa para poder operarle el útero. El del anciano al que le quitaron un quiste del tamaño de una naranja grande, que en realidad era su hermano gemelo, que había llevado dentro de sí más de 70 años.



Mi madre irradiaba aquella luz especialmente intensa cuando refería las operaciones en que reparaban cuerpos víctimas de accidentes, especialmente, maltrechos por una pelea a cuchillazos. Allí desplegaba como nunca su capacidad narradora, porque no solamente recapitulaba los detalles de la operación, llena de suspenso, con las conversaciones de los médicos, los momentos de alta tensión, el alivio del final, sino que también refería detalles de las vidas de los acuchillados. Una vez estaba exultante porque habían operado en paralelo a dos hombres que se habían batido a machetazos durante horas. Mi madre contó que uno de ellos estaba llegando a su casa con un hijito de la mano, otra hijita en brazos y una bolsa con los mandados, y en un camino le salió un contrincante, borracho y furioso. El padre mandó al niño que corriera a su casa, mientras sacó un enorme machete y se defendió, sosteniendo a la bebé con un brazo. Recibió 37 puñaladas, y dio 28. Los médicos salvaron a los dos duelistas luego de diez horas de trabajo en el quirófano. Uno quedó con el hígado partido al medio, al otro tuvieron que cortarle metros de intestinos; uno recibió un tajo que le agrandó la boca hasta la oreja, el otro un puntazo que le atravesó el tigre que tenía tatuado en el pecho.

A veces mi madre nos pedía disculpas por no ser buena madre, por no estar con nosotros en muchos momentos que no se repetirían. Mi hermana lloraba como si le arrancaron el alma cuando mi madre tenía que correr de noche a una operación (cuando escuchaba la sirena de la ambulancia en algún lugar del pueblo, mi madre empezaba a prepararse), y no tuve a mi madre conmigo en el acto en que me entregaron un premio en un concurso de pintura, ni el día que fui abanderado.



Hoy creo que nos dejó algo mucho mejor que si se hubiera sometido a ser una mujer castrada por su función de madre. Nos enseñó que uno puede vivir apasionado por lo que hace. No puedo imaginar mejor legado a los hijos.

Cuando ella murió, se llevó una parte gigantesca de mí. Con el tiempo comprendí que lo que se llevó era la imagen de mí que sólo ella me daba.

Mi madre me había seguido pariendo cada día al decirme quién era yo. Muerta, fue como un espejo vacío; yo iba a mirarme y sólo veía su tumba.

No sé cuánto puedo hablar del dolor por la muerte de mi madre, pero sí puedo decir que me resultó particularmente desconcertante empezar a perder la noción de mí. Era como si me hablara a mí mismo y no me escuchara.

Un día soñé que iba por una ciudad que era un laberinto de espejos. De repente hubo una agitación tremenda y yo sabía que alguien había hecho explotar una bomba que había destruido la mitad de la ciudad. Corría hacia allí y encontraba un pozo como un cráter infinito.



La madre que dejó de parirme era aquella que llegaba a la hora de la cena a la casa de Alem 121, con su maquillaje fresco como si hubiera estado de viaje con un amante, y emitía aquella extraña luz, como emiten luz una vez al año unas criaturas del fondo del mar, la única noche en que sueltan miles de toneladas de huevos fosforescentes. Desde el cielo se ve brillar el océano nocturno como si se hubieran encendido las luces de una ciudad subacuática.

Quizás yo pueda un día transformar el tenebroso cráter de la tumba de mi madre en esa ciudad de otro mundo, recordando sus relatos de las operaciones.

 

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