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Adiós a San Nicolás

3 marzo 2019 - 08:49

Capítulo sexto de Tierra de Vencidos. Relatos de Raúl Rodríguez. Última entrega.

Con la venta de la heladera me alcanzó para comprar un boleto de tren. Ni me molesté en avisarle a alguien que me iba de San Nicolás. Ningún vecino notaría mi ausencia. Salté del colectivo todavía en marcha porque quería caminar. En el bolso llevaba unas pocas mudas, un par de zapatillas, mis zapatos deslustrados, un bloc de hojas y una birome por si la sucia nostalgia me empujaba a escribir una carta. ¿A quién?  Me pesaba más que un elefante. Que un elefante muerto.

En la sala de espera una mujer acunaba entre sus brazos a un bebé. Al lado, un abuelo dormía con la frente apoyada en el bastón. El reloj de la boletería marcaba las 4.15. Faltaba mucho para que llegara mi patafierro. En el andén no había un alma. Me levanté las solapas de la campera y salí a comer un chocolate. Era una madrugada oscura y fría. Me senté en la vieja balanza, quebré un terrón y lo mantuve en el paladar. Me sorprendió que el abuelo me pidiera una barrita. Yo estaba mirando para el otro lado. Tenía las manos heladas. Me eché aliento y le di lo que quedaba. Lo agarró con la punta de los dedos, lo olió y se lo puso en la boca.  Jugaba con un encendedor a bencina  encendiéndolo y apagándolo con un soplo ruidoso.  Acomodó a mi lado un pequeño baúl  y se sentó.

-¿Adónde va?

-No sé.

-¿Cómo que no sabe adónde va?

-No. No sé.

-A mis ochenta y nueve años soy adivino. Usted se va enojado. Por eso no sabe adónde va.

Me resultó simpática esa ocurrencia de que por su edad era adivino.

-No. Sólo me voy. No es la primera vez. No pierdo la esperanza de volver.

-¿Vio que dicen que la esperanza es lo último que se pierde? Bueno a mí no me gusta la esperanza. Me parece una estafa. ¿Sabe por qué? Porque esperanza viene de esperar. Y yo estoy cansado de esperar.

De la nada apareció un faro que avanzaba iluminando los rieles. Las barreras se bajaron y las señales ferroviarias cambiaron de color indicando peligro. El guardabarrera agitaba la linterna hacia la estación. Me paré manoteando el bolso y cuando la locomotora bramó su primer pitido sentí una descarga eléctrica que me recorrió el cuerpo. Le tendí la mano al abuelo y me oí decir una de esas despedidas que aborrezco:

-Adiós. Fue un gusto hablar con usted. Nos vemos.

-Es un carguero.

-¿Qué?

-Que el tren que viene es un carguero. Siéntese hombre, que tiene para rato.

Cruzó la estación tan despacio que en cualquier momento pensé que se iba a detener. La locomotora estaba completamente oxidada. El maquinista llevaba puesto un impermeable anaranjado y tomaba mate. Saludó no sé a quién y bajó la ventanilla de un golpe. Me senté en el mismo lugar. Miré el reloj. Cinco minutos para llegar a las 4.45.

-Así que usted está cansado de esperar, sin embargo sigue esperando.

-Es una manera de decir, ¿Vio? ¿Usted no espera a nadie?

-No.

-¿Vamos, no me diga que no espera que cambie algo? Para bien, digo.

-No.

-Vamos, no se haga el duro. No me diga que tampoco espera a alguna muchacha que le ha robado el corazón. Así dice el valsecito criollo. Lluviecita fresca en el desierto. Ah, enamorarse.

-No estoy tan loco.

-Mire si mañana el amor llama a su puerta.

-Lo cago a tiro.

-Me cuesta creerle.

-Créame. Es un quilombo.

-Sabe, yo vengo todas las noches a la estación a hablar con alguien. Acá me paso las horas sintiéndome acompañado. Últimamente viene poca gente, casi nadie le diría. Según los comentarios van a cerrar la estación y levantar las vías. Eso me pone triste. Imagínese que vengo desde que era pibe. Dicen que es por una cuestión del progreso. Dicen también que la patria lo pide.

-Ah, eso es lo que dicen. ¡Pufff…!

Considerando la situación no tenía ningún sentido guardarme la otra barra para el viaje. La partí por la mitad con la envoltura y le dije que aceptara que era de muy buena calidad. La tomó casi tanteando en el aire y después de olerla la aprisionó entre sus manos.

Me paré a estirar un poco las piernas. Recorrí el andén yendo y viendo para darme calor. Sin querer se me dio por mirarme en el vidrio de la puerta del bar. Salpicado por algunas chispas de luz, me devolvía un reflejo que no me daba ni un minuto para arrepentirme. Una calcomanía tiraba un mensaje de cuide su salud haga deportes. Cosa que me llevó a esta macanuda conclusión. Jugué al fútbol más que Bochini. Practiqué karate más que Bruce Lee. Caminé más que Jesús. Y corrí más que Forrest Gump. Ergo: estoy hecho mierda. Mi pelo blanco en canas. Mi cara lampiña inundándose de disimuladas arrugas. Mis orejas asustadas. Las patas de gallo marcadas. Mis. Me prometí no mirarme nunca jamás en un espejo en mi jodida vida. A no ser que fuera uno de esos de parque de diversiones que te devuelven un imagen linda y por eso mentirosa.

-Cómalo con confianza. No está envenenado.

Sonrió.

-Pasa que a mí me trae recuerdo de mi señora esposa.

-¿Sí? ¿ Y por qué?

-Ella olía a chocolate.

El baúl era el estuche de un bandoneón. Amagó desenfundarlo prometiéndome un tango. Me preparé para el espectáculo aunque el escenario no era el mejor. El frío ahora calaba los huesos. Las piedras entre los durmientes se veían blancas de escarcha. Me hizo shhh con el dedo, miró el reloj empañado de la estación y, poniéndose una mano en la oreja de pantalla, que apuntó para el lado de Rosario, me dijo que prestara atención.

-Pare lo oreja.

-Bueno.

-¿Escucha?

-No.

-¿Y ahora?

-Nada.

-Mire que es sordo, usted.

-Sienta. Nace igualito a una cañita voladora y de repente explota con la potencia de una bomba.

-Ahora sí que lo escucho.

–Entonces prepárese. Ahí viene su tren.

Raúl Rodríguez

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